Cultura

Con tener talento no te alcanza: El Tetra, una “experiencia (realmente) inmersiva”

Capítulo 51 de la columna de Marcelo di Marco.

Por Marcelo di Marco (*)

—En aquellos días remotos de fines del siglo XX —siguió diciendo Tío Marce— venía a mi taller de Palermo Chico un adolescente muy imaginativo y talentoso. Narradas con garra y coherente fluidez, las historias que inventaba revelaban su alma de escritor. Pero…

—… ¡pero feliz de él, maestro! ¡“Garra y coherente fluidez”, “alma de escritor”! Me recoparía que usted dijese lo mismo de mí alguna vez.

—¡Te lo dije más de una, pedazo de boquirroto! Y encima celoso, el tipo. Mejor no te apures tanto, porque te comento que en aquellos relatos el chico evidenciaba un problema grave que padece la gente joven. Gente tan joven como vos, mi querido Pukkas.

—Bueh, ahí viene el palazo nuestro de cada quincena.

—Vos quejate todo lo que quieras. Pero tené en cuenta que te voy a hablar de una época en que la inteligencia artificial, tal como hoy la conocemos, estaba en pañales. Y tampoco existían ni TikTok ni los demás devoradores electrónicos de materia gris que hoy en día anulan progresivamente la capacidad de pensar y de compartir los sentimientos con los demás. Con lo cual es de suponer que el problema empeoró bárbaramente en la actualidad. ¿Te interesa saber cuál es?

—Dele, máster, le confieso que logró intrigarme.

En 2010, la Academia española de la lengua calculó que, de las cien mil palabras que figuran en el Diccionario de la Real Academia Española, los pibes usan solamente unas doscientas cincuenta. A propósito de ese cálculo, Pedro Barcia, en ese entonces presidente de la Academia Argentina de Letras, declaró: “Cuando no hay capacidad de expresión, se achica el pensamiento. Lo vemos todos los días con jóvenes que no leen, que no saben escribir correctamente y terminan con un lenguaje empobrecido”.

—Alguna vez le escuché decir a usted que las palabras son como ladrillos.

—Exactamente, Pukkitas. Si disponés de miles de ladrillos, podrás construir un pensamiento grande como un edificio, y además contando con los buenos cimientos que aporta la lectura de los clásicos y de los buenos libros de siempre.

—O sea que, si la gente de mi generación está usando apenas unas doscientas palabras de las cien mil con que contamos, ni para armar la cucha del perro nos alcanza con tan pocos ladrillos.

—Y es probable que, como te decía, actualmente sean menos, debido a lo que te sugerí recién acerca del consumo irreflexivo de las redes sociales, convertidas así en eficaces instrumentos de dominación: para obtener zombis sumisos, individuos carentes de pensamiento propio, lo más conveniente es degradar la riqueza idiomática que los hacía personas. Hace unos días le consulté a Rafael Felipe Oteriño, en su calidad de flamante presidente de la Academia nuestra, ese mismo tema de la cantidad de palabras en uso.

—¿Y qué le dijo, máster? En varias páginas de este libro, Oteriño viene aportando sabiduría a través de lo que usted cita de él. Es un tipo muy basado.

—¿“Muy basado”? ¿Y eso qué significa, Pukkas?

—Le decimos “basado” a lo que la generación suya define como “capo”.

—Ah, bueno, gracias por haberme desayunado con esa novedad. Un basado vendría a ser una persona experta, talentosa o líder en su ámbito.

—Es así, máster. Un basado tiene conocimiento real de las cosas, porque se basa en la realidad. ¿Ve, maestro? ¿Ve cómo los jóvenes podemos inventar palabras, eh?

—Y ahí cifro en buena medida mi esperanza en ustedes, Pukkas. La cuestión es que le consulté a Oteriño acerca de si la Academia Argentina de Letras, que él preside, tiene alguna actualización del dato de las doscientas cincuenta palabras.

—Mire qué bien, máster. ¿Y? ¿Bajaron o subieron?

—Oteriño me explicó que la Academia tiene datos generales de la cantidad que usa una persona culta de edad mediana y de nivel universitario, o casi. Y son tres mil las palabras que usan en promedio las personas instruidas. Y, aunque la institución no tiene un registro actual de la cantidad de palabras que usan ustedes, Oteriño advierte que ha bajado de manera ostensible. Y me dijo algo parecido a lo que te marqué recién acerca de las redes: este problemón de la reducción de palabras se debe en gran parte al uso de los lenguajes digitales. Y, además, a la antedicha reducción del vocabulario, Oteriño le sumó perjuicios consecuentes: “Alterar las palabras en cuanto a su grafía, morfología, sintaxis, y también el no poder encabalgar una respuesta en términos lógicos. O sea, cometer anacolutos”.

—¿Y eso qué es, Tío?

—Una inconsecuencia oracional. En criollo, un anacoluto vendría a ser una oración que empieza, pero que no termina. En palabras de Oteriño: “La frase va derivando, va derivando hacia un lado y a otro, y no concluye asertivamente”.

»Volviendo a las historias de mi alumno, eran interesantísimas, sí, pero la repetición de vocablos por culpa de la pobreza idiomática funcionaba en ellas como un lastre.

»Le mostré entonces el método, desplegado en cuatro pasos:

»—Hacé cuatro impresiones de tu cuento. En la primera, circulá todos los sustantivos. En la segunda, todos los adjetivos. En la tercera, todos los verbos. En la cuarta, los adverbios terminados en “mente”. A ver con qué te encontrás. Si no querés gastar tanto en papel y tinta, usá en una sola impresión cuatro marcadores de distintos colores: un color para los sustantivos, otro para los adjetivos, y así con los demás tipos de palabras.

»Te cuento que el muchacho volvió dos semanas más tarde con un cuento nuevo bajo el brazo. Cuando empecé a leer su flamante historia, olvidado de mi recomendación de dos clases atrás, lo primero que pensé fue: “Este durante la quincena me estuvo haciendo los cuernos con otro coordinador de taller”.

—Ah, máster, ¿vio? ¿Quién es el celoso ahora, eh?

—Más respeto, Pukkas. Usé una metáfora.

—Está bien, no se me caliente. ¿Y por qué pensó eso del muchacho?

—Porque el nuevo cuento presentaba un léxico colorido, rico en matices, ejemplar en su variedad idiomática. Y todo ese politonalismo (lo contrario de lo mono-tono) era entregado página tras página de un modo muy natural. Contada así, la historia cobraba un vigor mágico.

»Asombrado, le pregunté:

»—¿Y esto? ¿De dónde…?

»—“El Método de los Circulitos” —me respondió enseguida, feliz por su logro.

—Qué grande, máster. Y déjeme que le cuente algo bastante moderno que lo va a alegrar, por las tremendas coincidencias que tiene, en su raíz, con el Tetra suyo.

—A ver…

—Al margen de las macros y las apps que se encargan de mejorar el procesamiento de textos, en el mismísimo programa Word viene algo que se llama Lector Inmersivo.

—¡Ah, sí, Pukkas! En estos días recibí de Rubén Martínez, un narrador mexicano de nuestra comunidad TCyC, una versión muy mejorada de un cuento suyo que estábamos trabajando en uno de los talleres a los que asiste. Justamente me habló de eso del Lector Inmersivo (ahora me hiciste acordar), y me interesó tanto que le pedí una nota sobre el tema. Me la mandó ayer nomás, y estaba por leerla. Acá está, ayudame a ver qué dice.

—¿Qué le pasa, máster? ¿Anda con problemas de vista? ¿Dónde metió los anteojos?

—Digo que vos, con el hambre de novedades tecnológicas que tienen ustedes, los que usan no más de doscientas cincuenta palabras, podés ayudarme a entender. A veces, la tecnología me supera.

—Está claro, máster. Y entonces tenemos que venir los pobrecitos ignorantes a sacarles a los viejos sabihondos las papas del fuego. Entendido.

—Rápido resultaste para la réplica, eh.

—Gracias por el merecido elogio, Tío. Mire: acá, en el final de la nota de Rubén, aparece algo muy revelador:

Tras una profunda zambullida digital, descubrí que Microsoft Word, en su versión de Microsoft 365, cuenta con una función llamada Lector Inmersivo, también disponible en Outlook, OneNote, Teams y Forms. Esta herramienta fue diseñada para mejorar la lectura y la escritura, y entre sus funciones destacan:

—Y escuche bien esto, Tío, porque lo pondrá más que contento:

“Pero fue al encontrar la función llamada Gramática y Partes del Discurso cuando sentí una auténtica calma. Con sólo seleccionar una categoría (verbos, sustantivos, adjetivos, adverbios), el Lector Inmersivo resaltaba en colores, automáticamente, las palabras correspondientes”.

—¡Qué grande, Pukkas, y muchas gracias a Rubén, cruzando media Iberoamérica! En esencia, el Inmersivo es igual que el Tetra, pero sin tener que usar marcadores. Es como si los programadores del Word me hubieran hecho espionaje industrial cuando se me ocurrió el método, allá en el Pleistoceno. Y tenés razón al anunciarme que esta zona de la nota de Rubén me pondría más que contento. Pero, la verdad, mucho más contento me pone saber que el Tetra, en su versión llamada Lector Inmersivo, está esperando que cualquier escritor, ya sea uno en formación o uno consagrado, lo use para lograr una mayor expresividad estilística.

—¿Podría mostrarme más ejemplos de su uso, máster?

—A eso iba, Pukkitas, a eso iba.


(*) Los capítulos anteriores pueden leerse acá

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